Ana María Jurado
La belleza de nuestra patria atrapa los sentidos. Ese cielo azul celeste, ese clima benigno, ese verde al lado de las carreteras -anchas y angostas, planas o empinadas, asfaltadas o de terracería- , esos lagos y esos volcanes. Esa natural obra de arte que nos rodea. Esa tierra fértil en donde la semilla es acogida para que rápidamente germine y nos regale el alimento: frutas, verduras, granos en abundancia para tener una dieta variada y nutritiva todos los días del año. Para disfrutar de sabores y olores.
Hago un esfuerzo por mantener esta imagen presente, como una fotografía o un poster. Cierro los ojos para ver los trigales de Tecpán, las ovejas pastando en los prados cercanos a Quetzaltenango, el Polochic naciendo a borbotones de adentro, muy adentro de la tierra, el color esmeralda del lago de Atitlán con los ángeles que habitan en su centro. Veo entonces la majestuosidad de los volcanes en el valle de Panchoy y me estremezco al imaginar las calles de la Antigua, empedradas, silenciosa. Mis ojos cerrados ven, me permiten ver ese verde que se divisa desde el Gran Jaguar en Tikal y puedo oler el pon en Chichicastenango, para después ver el lago otra vez desde San Marcos La Laguna, o puede ser desde San Antonio Palopó, No importa, es diferente, pero es igual, porque igual es la sensación de paz y de sosiego.
El olor de los pinabetes y la corteza de los robles, la suavidad de la grama de Inxinché. Las montañas de camino a Cobán y el sabor de una naranja en la plaza de Rabinal o la mojarra recién sacada del Río Dulce. Sentada frente al río, sudando, o debajo de un árbol del limón en la costa sur comiendo tortillas. Cortar peras a Santa Magdalena Milpas Altas. Puedo adentrarme en las grutas de Lankin. Puedo también transportarme a Totonicapán y participar en una ceremonia ancestral pidiendo la lluvia y me dejo envolver por el humo del pon y del incienso. Disfrutar el mercado de Momostenango y apreciar los ponchos. Los ponchos, eternos, benditos.
Aparece, tendida sobre el agua, la Playa Dorada y el sol me alcanza mientras mis pies dejan huella blanca. No hay sofoque, no hay apuro. Y el agua saltarina en cascadas diminutas de la Laguna de Lechuá y nuevamente un sol más piadoso pinta la dicha en mi cara. Es medio día y el cielo está azul bandera.
En los Cuchumatanes el viento habla: “¡Oh cielo de mi Patria! ¡Oh caros horizontes!” Detener el tiempo y ver el país entero hasta el océano desde lo alto. Hay que verlo de lejos, con respeto. Se chispean los ojos para contemplar el mar Pacífico. El viento acaricia el alma al recorrer Nebaj y descubrir los rincones repletos de pequeñas cataratas entre el verde. No queda espacio para la amargura, para sonidos y palabras indeseables, para falsedades ni para engaños. No, no queda espacio. Es septiembre.