Ana María Jurado

Diciembre de 2021

Desde la primera posada Rosmunda, quien era la encargada de los chinchines y los pitos que distribuía y recogía todos y cada uno de los instrumentos, era parte de nuestra pandilla de patojos, era el alma de toda la época navideña. Se sabía cada canto de las posadas y acompañaba a las cantoras y después se sentaba a comer lo que dieran en cada casa en donde había entrado la posada. Y en la Nochebuena se unía a nosotros, los patojos de la cuadra, a quemar cohetíos y canchinflines, y hacer tronar los saltapericos con una destreza envidiable. ¿Cuánto años tenía? No puedo precisarlo porque nunca lo supimos, era grande, pero brincaba, quemaba cohetes y canchinflines mejor que todos nosotros, saltaba con ligereza,  pero sobre todo, gozaba como nadie todos estos días de las posadas. Comía y se repetía, tamales, chuchitos y ponche o lo que dieran. Blanquita, bajita, colocha se movía como que tuviera resortes o caminara de puntillas, bailando. Rosmunda se llamaba, pero le gustaba que le dijeran Ross, los patojos la llamaban Munda, sabiendo que no le gustaban y se reían de ella cada vez que podían. Mi mamá me dijo que no había que reírse de ella porque le “faltaba alcance”, que por eso parecía una niña. Era una niña y era nuestra mejor compañía.

–Munda, ¿cuéntenos cómo era cuando era más chiquita? —Preguntábamos.

—¿Otra vez? —Respondía ella, como queriendo no hacerlo, pero de sobra sabíamos que se moría por contar la historia.

Si, si, gritábamos todos. Entonces ellas nos pedía que nos sentáramos a su alrededor y comenzaba: Yo crecí en la casa grande, en la casa de doña Martita, la de la vuelta, ahí trabajábamos, digo trabajábamos, porque yo también ayudaba, pero la que hacía todo era mi mamá, era la mayordoma (en este punto levantaba la cabeza muy orgullosa).

— Mayordomo,  —se dice.

—No, mayordoma porque es como la casa, es mujer, —respondía ella—. Aquí se armaba un gran alboroto, que si “el caso” y la caballa” y se burlaban de ella,  entonces nos mandaba a callar bajo la amenaza de irse para su casa. Nos callábamos y ella seguía su relato, (que cada año variaba en algunos detalles, a veces le añadía nuevos datos o la historia parecía un cuento de hada, en donde habían  ratones y varitas mágicas).

—¡Siga, Ross! ¡Siga Munda! Ella se ponía sería pero luego se reía y hacía como que le gustaban todos sus nombres.

—Pues fíjense ustedes, yo no tuve Nochebuena, nunca, desde chiquita… Nunca me dieron un regalo, porque éramos muy pobres. Mi mamá me tenía a mi pero también tenía al Carlos, mi hermano y a la Chenta, mi hermana, que aunque no vivían con nosotros, mi mamá les mandaba todo el pisto que ganaba a mis abuelos para que les dieran de comer a mis hermanos. Entonces a mí me encerraba y no me dejaba ir a las posadas y en la noche que nace el niño, desde temprano, mi mamá tenía que hacer los tamales para la familia, el ponche, hacía buñuelos y también chocolate. Llegaban un montón de invitados y los niños quemaban cohetíos, canchinflines, estrellitas, de todo, pero  yo solo  los veía desde la ventana y mi mamá me decía quítate de allí, te puede llegar un canchinflín, acostate ya, pero yo no me bajaba de la silla en donde esta subida, porque quería ver la abierta de los regalos, que lo hacía después de que naciera el niño; doña Martita, rezaba, quemaba incienso, se daban los abrazos y después abrían los regalos, montón de regalos, muñecas canches y  de ojos azules, carritos, tractores, pelotas y todos gritaban y se alegraban, yo los veía desde la puerta de la cocina, porque me asomaba sin que me vieran. Pero al día siguiente, me daban una bolsita con dulces y un año hasta me dieron una muñequita de celul…celul, algo, que todavía tengo, la cuido y la baño. Ya está viejita. Esto te dejó el Niño, me decían.

—¿Y su papá, Munda?

— Y les he dicho que mi papá se murió, antes, antes. Otros años decía que su papá se había ido en un tren a un país muy lejano, pero que escribía y decía que iba a regresar y que le traería una muñeca muy grandota. También dijo que se había embarcado en un barco muy grande y ahora estaría en la China y que pensaba traerle muchos regalos cuando viniera. Escribe, y dice que por allá, hay miles de juguetes y que él gana mucho, dinero, y que algún día vendrá.  Así pasaron muchos años, Munda con nosotros en las posadas, cantando,

A la ro ro Niño

a la ro ro ró,

duérmete bien mío

duérmete mi amor. 

O

Venid pastorcillos

venid a adorar

al Rey de los Cielos

que ha nacido ya.

Llegó el tiempo en que me fui a vivir otras Navidades, Navidades blancas y sin cohetios. Regrecé un año a pasar las fiestas a La Antigua y por supuesto fui a visitar a mis antiguos vecinos y a recordar…, pregunté por la Ross, ¿Qúe fue de ella? ¡Ah la Munda!, se murió la Navidad pasada, me respondieron. La extrañamos para la Nochebuena, ¡ya estaba viejita!. Al día siguiente Betío, mi hijo, fue a preguntar por ella a la casa de la difunta doña Marta (ahí se quedó despues de que muruío su mamá) y le dijeron que esa mañana la encontraron muerta en su cama, abrazando a su pequeña muñeca.

 

Share This